
Y es que a mí lo del Limbo siempre me pareció injusto. Ya de pequeño pensaba más o menos esto: “También es mala suerte que nazca un niño dentro de una familia creyente, se muera por una enfermedad, por un accidente o por lo que sea y se vaya al Limbo ese con su pecado original para siempre”.
Me los imaginaba a todos los pobres niños recién nacidos, recién muertos a la vez, sin bautizar, sin saber hablar, gateando idiotamente en el idiota lugar ni blanco ni negro, ni alegre ni triste, llamado Limbo, mientras Dios decía: “¿Ah?; se siente, que les hubiese dado tiempo a bautizarse, al Limbo con ellos… Jajajaja”.
Me imaginaba una risotada como un trueno multiplicado por mil.
Sin embargo de pequeño me daba más angustia si cabe la idea del Cielo. Procuraba ponerme en la mejor situación. Ya había sido por ejemplo el fin del mundo y toda mi familia, mis amigos, todo el planeta Tierra ya había resucitado en cuerpo y alma y estábamos todos en el Cielo (prefería no suponer que ninguno de mis seres queridos estaba todavía en el Purgatorio y menos en el Infierno)…. Entonces –yo ya iba para ciencias- imaginaba que por muy felices que yo y toda la raza humana estuviésemos en el Paraíso después de… qué se yo: ochocientos tres trillones novecientos cincuenta y cinco mil billones, cuatrocientos setenta y dos mil millones, novecientos cincuenta y cinco mil setecientos veintidós años… ¿No nos aburriríamos de tanta felicidad durante todo ese tiempo?. Y luego multiplicaba esta cifra por unos cuantos trillones más y el vértigo y el terror se apoderaban de mí.
Para rematar la risa, algunas veces me decía mi abuelo Víctor por lo bajini: “Yo prefiero ir al Infierno, allí estarán los toreros, las fulanas, todos divirtiéndose. En cambio en el Cielo, todos ahí como tontos tocando el arpa eternamente”. Y yo empezaba otra vez a imaginar los trillones de años con el arpa y…. para siempre, para siempre, para siempre...