El otro día, cuando volvíamos de comer, vimos a unos pocos kilómetros dos columnas de humo; una blanca y otra negra y bromeamos al respecto pensando que una vez más, algunos espabilados nos habían robado cables de cobre y estaban quemándolos para obtener el metal que se paga bastante bien en el mercado negro cobrizo.
A mí incluso se me ocurrió otra chorrada aún mayor diciendo que habemus Papam por la fumata blanca tan espectacular.
Cuando llegamos a la oficina y quisimos consultar los resultados de los españoles en las Olimpiadas, leímos con sorpresa primero y con consternación después que el humo se debía al accidente de un avión de la compañía Spanair que acababa de ocurrir, casi al lado de nuestra obra, y que iba contando muertos a medida que pasaban los minutos.
Pero la reflexión que propuse al respecto en un foro de Psicología al que me acabo de apuntar fue que aún sintiendo un profundo dolor y un innegable y total respeto por las víctimas del accidente y por sus familiares y seres queridos, ¿no ocupa la prensa un lugar demasiado prepotente a la hora de dar las noticias?
Reconociendo que cuando algo pasa a tu lado te afecta más que lo que pasa en Nueva Zelanda, a mí, me resulta vergonzoso ese regodeo respetuoso, ese cotorreo dramático que lo único que hace es deprimir a la gente.
¿Para qué quiero saber las últimas palabras que una madre medio muriendo le dijo a su hijo antes de fallecer aplastada?
¿Es eso noticia?
Y sobre todo: ¿Por qué los muertos ajenos nos parecen menos muertos, menos “llorables”, menos importantes?
¿Acaso no mueren más de 20 personas en carretera todos los fines de semana? Al mes son 80
¿Por qué nos importan un pimiento?
¿Será porque estamos acostumbrados?