sábado, abril 14, 2012

Las Mil y Una Novelas

Hace unos días y por sugerencia de Ester, decidí escribir un relato para un concurso de narración breve organizado por la UNED.
Para ello, me basé en una pasada entrada de este blog llamada La Novela de las Mil Novelas y el resultado es el que va a continuación. 
Gracias; una vez más; Ester por liarme en eventos de este tipo.

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Bruno era uno de esos lectores empedernidos. De esos que se pueden tirar horas en los puestos de libros antiguos, viejos o de segunda mano de la Cuesta de Moyano en Madrid. La calle en realidad se llama: calle de Claudio Moyano, pero al igual que en cualquier pueblo, a la calle que sube a la iglesia, se le llama “de toda la vida”, la calle de la Iglesia, aunque su nombre sea, pongamos, calle del Cerro Prieto; los madrileños, también tenemos esa costumbre de llamar a las calles de otra manera y si nos pregunta un foráneo que donde está la calle de Claudio Moyano, miramos al interlocutor con cierta extrañeza y decimos ¿cómo que la calle de Claudio Moyano? ¡será la Cuesta de Moyano! No tiene pérdida. Mire, vaya usted por ahí, luego a la izquierda, todo esto haciendo aspavientos con las manos ¿por qué seremos incapaces de decir a alguien cómo se va a la calle que sea, solamente con nuestras explicaciones léxicas? No se puede. Hay que acompañar nuestra voz moviendo los brazos como si fuésemos Guardias Urbanos, ahora llamados Agentes de Movilidad.
Lo cierto es que es muy apropiado el epíteto de Cuesta de Moyano, pues la pendiente de esa calle, hace que haya que calzar; quizás con algún libro invendible; las estanterías y vitrinas de los puestos que desde principios del siglo XX, se ubican en esa calle/cuesta y donde uno puede hurgar entre páginas de años olvidados, mohosos y elegantemente decadentes. Dada esta pendiente, no es raro ver como alguna vez y ante la petición de un cliente de ojear cierto libro y cuando el vendedor logra sacar dicho tocho con sumo cuidado, la torre de Babel de la que formaba parte, se tambalea y todo el conocimiento que albergan las apolilladas y amarillas hojas de los volúmenes repentinamente inestables, caen ante el rubor del comprador y la resignación del librero, acostumbrados sus cansados ojos, tras sus gafitas a estos terremotos momentáneos, a esa hecatombe de derribos literarios.

Bruno tenía una especie de manía, que en realidad eran dos manías en una. Consistían estas rarezas en que; más bien inconscientemente; miraba de forma distinta los libros de las casetas de la Cuesta de Moyano, no tanto si era un día de primavera y las casetas literarias, parecían mostrarse más luminosas. Lo de Bruno era otra cosa ajena a la meteorología, pues en realidad, lo que le pasaba era que le parecía que los libros “le saludaban” –como se decía a sí mismo– de una manera totalmente opuesta, tanto si subía desde el Paseo del Prado hasta el Parque del Retiro como si hacía el recorrido inverso; es decir; cuesta abajo. Él ensoñaba con que cuando subía, los libros se le antojaban algo más densos, más circunspectos, más para ser estudiados, mientras que si bajaba la pendiente, los ejemplares expuestos en las casetas, le sonreían con historias más fáciles, más divertidas o románticas. Así, según fuese su estado de ánimo bajaba o subía la Cuesta de Moyano para contrarrestar –en una suerte de homeostasis– ese sentimiento suyo con el libro de turno,  que equilibraría su particular torre de Babel vital, aunque todo hay que decirlo; casi siempre sus recorridos eran desde el Paseo del Prado al Retiro.
Bruno siempre había pensado que su aburrida vida de administrativo en el Banco al que entró a trabajar justo después de hacer la mili en Melilla, la podría cambiar un libro escondido entre los miles que le miraban pasar de arriba abajo o de abajo a arriba. Hacía años que vivía solo. Sus padres habían muerto y aunque tuvo una novia nada más ponerse a trabajar, pronto se dio cuenta de que ni ella era para él, ni él para ella, por lo que un tanto decimonónicamente, le escribió una carta llena de amor, de melancolía y sin duda, de despedida de este mundo cruel. Se auto convenció de que a él lo que le gustaba era leer y leer y se obsesionó con esa idea del libro antiguo cuya lectura le hiciese ver, le hiciese abrir los ojos, no a la Cuesta de Moyano, no a la vista fisiológica, sino que le abriese los ojos invisibles del conocimiento, de la perfección, de la percepción absoluta acaso imaginada, pero tan difusa que no era sino una ceguera luminosa: una vacuidad eterna y machacona.
Dicen que hay que tener cuidado con lo que se sueña, porque se puede cumplir y en parte, eso le ocurrió a Bruno una nublada, aunque agradable tarde de mayo. Aquel día se sentía neutro, ni triste ni alegre. Se sentía todo lo normal que se puede uno sentir, eso teniendo en cuenta qué es ser normal y cuál es el baremo que mide eso y la felicidad o la tristeza. Llegó a la caseta 23 y sus ojos se clavaron en un libro que no estaba muy a la vista. Se titulaba: Las Mil y una Novelas.
Más o menos tendría unas 400 páginas. Como todos los compañeros jubilados libros de al lado, tenía los cantos redondeados y en la tapa de portada, tenía unos arabescos a modo de hormiguitas cuyos caminos se trenzaban en dibujos tipo Art Nouveau, jugueteando con el título. Bruno pensó –sonriendo para sí, aunque de soslayo, su boca dibujó una mueca parecida a eso, a una sonrisa– que a lo mejor su búsqueda habría terminado esa tarde de mayo, pues un título tan rotundo como Las Mil y Una Novelas, bien podría albergar en esas mil historias, esa sapiencia universal y total que le conduciría a ser perfecto ante tanta nimiedad e idiotez humanas, pero mientras paladeaba su estado de cuasi dios, se dio cuenta de que o bien las novelas no eran tal, sino un compendio de relatos correspondientes a algún premio de narración breve o quizás era uno de esos libros, sobre todo juveniles, en los que dependiendo de qué situación elijas, te manda a la página 223 o a la 341.
No supo por qué, le dio un vuelco el corazón y decidió no abrir el libro para examinar su contenido o ver al menos cómo empezaba y sencillamente lo volvió a observar, ante la atenta y un poco mosqueada mirada del vendedor que frunciendo el ceño y aun acostumbrado a todo tipo de “bichos raros” que pululaban por su caseta, pensaba para sí que éste era uno de los más raros que había pasado en los últimos 40 o 50 años y que si se llevaría de una condenada vez el libro ese o no. Bruno estiró el brazo con el libro en la mano derecha y se lo entregó al vendedor. Al hacer esto, notó como si alguna de las hormigas parecidas a las del adorno de la portada, pegaran un salto, más de pulga que de hormiga, saludasen a las de fuera y se volviesen a meter. Se restregó sus miopes ojos, que le picaban un poco y volvió a alargar el brazo para recoger la bolsa de plástico con el libro dentro, tras pagar los 8 euros de la compra. Al coger la bolsa, sintió un ligero escalofrío en la espalda al volver a ver, esta vez muy fugazmente, como un par de esa especie de bichitos negros, se posaban en su mano, para desaparecer en un nanosegundo. A Bruno le dio grima pensar que una plaga de bichejos se hubiese instalado en el libro y mientras caminaba hacia su casa, decidió no abrir la bolsa hasta llegar a su piso. Allí sacaría el libro sobre una sábana blanca y lo sacudiría o miraría entre las 400 hojas para descubrir si había algún insecto. Le volvió a dar otro escalofrío al asaltarle el pensamiento de que en efecto llevase en su bolsa un objeto lleno de una plaga de algo que devorase todos sus libros, los muebles, el inmueble entero, la ciudad, el planeta… Sacudió la cabeza queriendo quitarse esas ideas tan descabelladas, que no pocas veces le venían sin avisar y le llevaban a un estado de catatonia que solo algún ruido o algún otro pensamiento inconexo eran capaces de producir un corto circuito sináptico que le traía a la realidad.
Bruno llegó a casa, encendió la luz del pasillo y quitándose la cazadora, que tanto le había estorbado, pues aunque esa tarde estaba nublado, no dejaba de ser mayo y los “mayos” en Madrid, suelen ser de todo, menos frescos, cogió la bolsa, la puso en una silla y fue al dormitorio a por la sábana blanca que le serviría para demostrar o descartar “lo de los bichos”.

Bruno puso la sábana encima de la mesa camilla y con sumo cuidado, sacó el libro de la bolsa de plástico y lo depositó en ella con el mimo de quien coloca en una sábana, la Biblia de Gutemberg. Echó un vistazo al interior de la bolsa y observó con satisfacción que nada negro y que se moviese o no, había en el interior del plástico.
Entonces abrió el libro por la mitad y su sorpresa fue mayúscula, al ver que nada había escrito, pasó las hojas hasta el final y se dio cuenta demasiado tarde de que lo que había comprado era un libro en blanco. Vaya por Dios –pensó– por eso no tenía autor el libro y se llama Las Mil y una Novelas, porque si eres escritor, puedes comprar mil y un libros como éste y escribir mil y una novelas… pero yo no soy escritor, soy administrativo en un Banco y lo que me gusta es leer, no tengo ni idea de escribir. Bruno notó un ahogo, que se acentúo al ir a la primera página y empezar a leer lo siguiente: “Bruno era uno de esos lectores empedernidos. De esos que se pueden tirar horas en los puestos de libros antiguos, viejos o de segunda mano de la Cuesta de Moyano en Madrid…”
Le pegó un golpe el corazón en las sienes. Pasó temblando un par de páginas y leyó temblando y sudando: “Más o menos tendría unas 400 páginas. Como todos los compañeros jubilados libros de al lado, tenía los cantos redondeados y en la tapa de portada, tenía unos arabescos a modo de hormiguitas…”
La vista se le nubló casi del todo cuando leía esto que se estaba escribiendo a la vez que Bruno lo leía. Bruno; estás viendo tu vida en directo, miles de letras parecidas a hormiguitas van surgiendo de la página de detrás y vas leyendo esto mientras tu corazón late más y más fuerte. Bruno, te mueres mientras lees esta novela. Lo siento, no has llegado a la siguiente página………………………………………………………….
FIN



lunes, abril 09, 2012

Lámparas halógenas (reciclaje)

Sabiendo que iba a pasar lo que ha pasado y sabiendo que lo que iba a pasar y ha pasado, no me iba a gustar, he ido y ha pasado exactamente lo que yo sabía que iba a pasar y lo que sabía que pasando, no me iba a gustar.

Que vale que la crisis es la que es y que los chinos, son como son y son lo que son, pero que alguien me explique por qué, en una muestra de esa absurda videncia que de vez en cuando poseo, yo sabía que iba a ir a reciclar una lámpara halógena fundida el otro día, que iba a elegir una ferretería española donde no solo no iban a reciclar la lámpara halógena, sino que me iban a decir; señalándomela; que reciclan en una papelera metálica, abollada de tanto reciclaje y que encima, me iban a cobrar más del doble de lo que me cobraron los chinos hace muy pocos días en un bazar de al lado de mi trabajo.
Lámpara halógena china: 1.25€. Lámpara halógena española hecha en China igual que la otra: 2.95€.

Así que desde ya digo, que va a reciclar su puta madre, que voy a tirar las lámparas halógenas a la basura y que todo el gas inerte que cubre el cuarzo (que no se puede tocar con los deditos, porque en vez de las miserables 1000 horas que dura la puta lámpara, durará, 200 o 300 horas) saldrá a la atmósfera y se juntará con el de las lámparas halógenas de la puta ferretería española. Total qué más me da, si como mucho voy a vivir otros 40 años...

Si no es por la pasta. Es por la mierda de este país en el que escribo a oscuras, no vaya a ser que se funda la halógena barata...