Para ello, me basé en una pasada entrada de este blog llamada La Novela de las Mil Novelas y el resultado es el que va a continuación.
Gracias; una vez más; Ester por liarme en eventos de este tipo.
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Bruno era uno de
esos lectores empedernidos. De esos que se pueden tirar horas en los puestos de
libros antiguos, viejos o de segunda mano de la Cuesta de Moyano en Madrid. La
calle en realidad se llama: calle de Claudio Moyano, pero al igual que en
cualquier pueblo, a la calle que sube a la iglesia, se le llama “de toda la
vida”, la calle de la Iglesia, aunque su nombre sea, pongamos, calle del Cerro
Prieto; los madrileños, también tenemos esa costumbre de llamar a las calles de
otra manera y si nos pregunta un foráneo que donde está la calle de Claudio
Moyano, miramos al interlocutor con cierta extrañeza y decimos ¿cómo que la
calle de Claudio Moyano? ¡será la Cuesta de Moyano! No tiene pérdida. Mire,
vaya usted por ahí, luego a la izquierda, todo esto haciendo aspavientos con
las manos ¿por qué seremos incapaces de decir a alguien cómo se va a la calle
que sea, solamente con nuestras explicaciones léxicas? No se puede. Hay que
acompañar nuestra voz moviendo los brazos como si fuésemos Guardias Urbanos,
ahora llamados Agentes de Movilidad.
Lo cierto es que
es muy apropiado el epíteto de Cuesta de Moyano, pues la pendiente de esa
calle, hace que haya que calzar; quizás con algún libro invendible; las
estanterías y vitrinas de los puestos que desde principios del siglo XX, se
ubican en esa calle/cuesta y donde uno puede hurgar entre páginas de años
olvidados, mohosos y elegantemente decadentes. Dada esta pendiente, no es raro
ver como alguna vez y ante la petición de un cliente de ojear cierto libro y
cuando el vendedor logra sacar dicho tocho con sumo cuidado, la torre de Babel
de la que formaba parte, se tambalea y todo el conocimiento que albergan las
apolilladas y amarillas hojas de los volúmenes repentinamente inestables, caen
ante el rubor del comprador y la resignación del librero, acostumbrados sus
cansados ojos, tras sus gafitas a estos terremotos momentáneos, a esa hecatombe
de derribos literarios.
Bruno tenía una
especie de manía, que en realidad eran dos manías en una. Consistían estas rarezas
en que; más bien inconscientemente; miraba de forma distinta los libros de las
casetas de la Cuesta de Moyano, no tanto si era un día de primavera y las
casetas literarias, parecían mostrarse más luminosas. Lo de Bruno era otra cosa
ajena a la meteorología, pues en realidad, lo que le pasaba era que le parecía
que los libros “le saludaban” –como
se decía a sí mismo– de una manera totalmente opuesta, tanto si subía desde el
Paseo del Prado hasta el Parque del Retiro como si hacía el recorrido inverso;
es decir; cuesta abajo. Él ensoñaba con que cuando subía, los libros se le
antojaban algo más densos, más circunspectos, más para ser estudiados, mientras
que si bajaba la pendiente, los ejemplares expuestos en las casetas, le
sonreían con historias más fáciles, más divertidas o románticas. Así, según
fuese su estado de ánimo bajaba o subía la Cuesta de Moyano para contrarrestar
–en una suerte de homeostasis– ese sentimiento suyo con el libro de turno, que equilibraría su particular torre de Babel
vital, aunque todo hay que decirlo; casi siempre sus recorridos eran desde el
Paseo del Prado al Retiro.
Bruno siempre
había pensado que su aburrida vida de administrativo en el Banco al que entró a
trabajar justo después de hacer la mili en Melilla, la podría cambiar un libro
escondido entre los miles que le miraban pasar de arriba abajo o de abajo a
arriba. Hacía años que vivía solo. Sus padres habían muerto y aunque tuvo una
novia nada más ponerse a trabajar, pronto se dio cuenta de que ni ella era para
él, ni él para ella, por lo que un tanto decimonónicamente, le escribió una
carta llena de amor, de melancolía y sin duda, de despedida de este mundo cruel.
Se auto convenció de que a él lo que le gustaba era leer y leer y se obsesionó
con esa idea del libro antiguo cuya lectura le hiciese ver, le hiciese abrir
los ojos, no a la Cuesta de Moyano, no a la vista fisiológica, sino que le
abriese los ojos invisibles del conocimiento, de la perfección, de la percepción
absoluta acaso imaginada, pero tan difusa que no era sino una ceguera luminosa:
una vacuidad eterna y machacona.
Dicen que hay
que tener cuidado con lo que se sueña, porque se puede cumplir y en parte, eso
le ocurrió a Bruno una nublada, aunque agradable tarde de mayo. Aquel día se
sentía neutro, ni triste ni alegre. Se sentía todo lo normal que se puede uno
sentir, eso teniendo en cuenta qué es ser normal y cuál es el baremo que mide
eso y la felicidad o la tristeza. Llegó a la caseta 23 y sus ojos se clavaron
en un libro que no estaba muy a la vista. Se titulaba: Las Mil y una Novelas.
Más o menos
tendría unas 400 páginas. Como todos los compañeros jubilados libros de al
lado, tenía los cantos redondeados y en la tapa de portada, tenía unos arabescos
a modo de hormiguitas cuyos caminos se trenzaban en dibujos tipo Art Nouveau, jugueteando con el título.
Bruno pensó –sonriendo para sí, aunque de soslayo, su boca dibujó una mueca
parecida a eso, a una sonrisa– que a lo mejor su búsqueda habría terminado esa
tarde de mayo, pues un título tan rotundo como Las Mil y Una Novelas, bien podría albergar en esas mil historias, esa
sapiencia universal y total que le conduciría a ser perfecto ante tanta
nimiedad e idiotez humanas, pero mientras paladeaba su estado de cuasi dios, se
dio cuenta de que o bien las novelas no eran tal, sino un compendio de relatos
correspondientes a algún premio de narración breve o quizás era uno de esos
libros, sobre todo juveniles, en los que dependiendo de qué situación elijas,
te manda a la página 223 o a la 341.
No supo por qué,
le dio un vuelco el corazón y decidió no abrir el libro para examinar su
contenido o ver al menos cómo empezaba y sencillamente lo volvió a observar,
ante la atenta y un poco mosqueada mirada del vendedor que frunciendo el ceño y
aun acostumbrado a todo tipo de “bichos
raros” que pululaban por su caseta, pensaba para sí que éste era uno de los
más raros que había pasado en los últimos 40 o 50 años y que si se llevaría de
una condenada vez el libro ese o no. Bruno estiró el brazo con el libro en la
mano derecha y se lo entregó al vendedor. Al hacer esto, notó como si alguna de
las hormigas parecidas a las del adorno de la portada, pegaran un salto, más de
pulga que de hormiga, saludasen a las de fuera y se volviesen a meter. Se
restregó sus miopes ojos, que le picaban un poco y volvió a alargar el brazo
para recoger la bolsa de plástico con el libro dentro, tras pagar los 8 euros
de la compra. Al coger la bolsa, sintió un ligero escalofrío en la espalda al
volver a ver, esta vez muy fugazmente, como un par de esa especie de bichitos
negros, se posaban en su mano, para desaparecer en un nanosegundo. A Bruno le
dio grima pensar que una plaga de bichejos se hubiese instalado en el libro y
mientras caminaba hacia su casa, decidió no abrir la bolsa hasta llegar a su
piso. Allí sacaría el libro sobre una sábana blanca y lo sacudiría o miraría
entre las 400 hojas para descubrir si había algún insecto. Le volvió a dar otro
escalofrío al asaltarle el pensamiento de que en efecto llevase en su bolsa un
objeto lleno de una plaga de algo que devorase todos sus libros, los muebles,
el inmueble entero, la ciudad, el planeta… Sacudió la cabeza queriendo quitarse
esas ideas tan descabelladas, que no pocas veces le venían sin avisar y le
llevaban a un estado de catatonia que solo algún ruido o algún otro pensamiento
inconexo eran capaces de producir un corto circuito sináptico que le traía a la
realidad.
Bruno llegó a
casa, encendió la luz del pasillo y quitándose la cazadora, que tanto le había
estorbado, pues aunque esa tarde estaba nublado, no dejaba de ser mayo y los
“mayos” en Madrid, suelen ser de todo, menos frescos, cogió la bolsa, la puso
en una silla y fue al dormitorio a por la sábana blanca que le serviría para demostrar
o descartar “lo de los bichos”.
Bruno puso la
sábana encima de la mesa camilla y con sumo cuidado, sacó el libro de la bolsa
de plástico y lo depositó en ella con el mimo de quien coloca en una sábana, la
Biblia de Gutemberg. Echó un vistazo
al interior de la bolsa y observó con satisfacción que nada negro y que se
moviese o no, había en el interior del plástico.
Entonces abrió
el libro por la mitad y su sorpresa fue mayúscula, al ver que nada había
escrito, pasó las hojas hasta el final y se dio cuenta demasiado tarde de que
lo que había comprado era un libro en blanco. Vaya por Dios –pensó– por eso no
tenía autor el libro y se llama Las Mil
y una Novelas, porque si eres escritor, puedes comprar mil y un libros como
éste y escribir mil y una novelas… pero yo no soy escritor, soy administrativo
en un Banco y lo que me gusta es leer, no tengo ni idea de escribir. Bruno notó
un ahogo, que se acentúo al ir a la primera página y empezar a leer lo
siguiente: “Bruno era uno de esos
lectores empedernidos. De esos que se pueden tirar horas en los puestos de
libros antiguos, viejos o de segunda mano de la Cuesta de Moyano en Madrid…”
Le pegó un golpe
el corazón en las sienes. Pasó temblando un par de páginas y leyó temblando y
sudando: “Más o menos tendría unas 400
páginas. Como todos los compañeros jubilados libros de al lado, tenía los
cantos redondeados y en la tapa de portada, tenía unos arabescos a modo de
hormiguitas…”
La vista se le
nubló casi del todo cuando leía esto que se estaba escribiendo a la vez que
Bruno lo leía. Bruno; estás viendo tu vida en directo, miles de letras
parecidas a hormiguitas van surgiendo de la página de detrás y vas leyendo esto
mientras tu corazón late más y más fuerte. Bruno, te mueres mientras lees esta
novela. Lo siento, no has llegado a la siguiente página………………………………………………………….
FIN
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