Llegué al hotel con mi bolsa de viaje.
Llevaba encima poca ropa y mucha nostalgia por la ausencia de quien deseaba estuviera allí conmigo con su otra bolsa de viaje y con algo más de ropa (las chicas siempre llevan más cosas que uno).
Me quedé un minuto en la puerta con la tarjeta electrónica en la mano con la que acababa de abrir la habitación 312.
Hay que decir que la habitación estaba muy bien. Pensándolo bien no estaba ni bien ni mal. Si hubiese sido una pocilga llena de ratas y cucarachas como dogos, habría sido una habitación asquerosa.
Sin embargo aquella estaba bien porque ni tenía ni dejaba de tener nada de particular excepto el cuadro del cabecero de la cama que era de Renoir y que le daba un aire romántico que yo en realidad no deseaba en mi nostalgia desamorosa.
La cama era enorme y me pillé alegrándome de que fuese solo para mi, aunque luego me lo reproché (poco). Acogedora habitación, muy amplia, el armario con muchas perchas (me sobraban más de la mitad).
Encima del armario estaba el maletero en el que había dos mantas y dos almohadas de las gorditas de las que me gustan a mí (como las mujeres, que también me gustan gorditas como almohadas achuchables y blanditas).
Me apoderé de una de las gorditas (almohadas, se entiende) y dejé la otra mientras un pequeño vuelco de corazón me recordaba que podría quedarme con las cuatro almohadas (las flacuchas y las gorditas) y me volví a pillar alegrándome egoístamente del indiscutible poderío “almohadil”.
¡Cuántos cajones había también debajo del armario!.
Usaría solo uno, los restantes también me sobraban. Pensé en meter en los vacíos las perchas que no iba a utilizar pero abandoné ese absurdo pensamiento al instante, no fuesen a pensar que las había robado. Me despeloté y me tumbé en la cama despatarrado.
¡Qué a gusto estaba!. En un instante había olvidado toda congoja y nostalgia y desamor. ¿Sería algo que había en el aire decadente de esa habitación 312?.
Entonces fue cuando aún acostado, me di un poco la vuelta y abrí el cajón de la única mesilla que estaba justo a mi derecha viendo con notable sorpresa que estaba lleno de cosas.
Ni rastro de las tristes Biblias que hay en cada una de las mesillas de cada uno de los miles de hoteles de Estados Unidos. Lo que había en el cajón eran fotos de mujeres solas riendo, de hombres solos sonriendo, de parejas abrazadas y de paisajes, había tres bolígrafos, una piedra de la playa de al lado, una baraja a la que le faltaba el dos de copas, un posavasos de un bar de Burgos con un teléfono apuntado, una goma para el pelo con una mariposa de plástico rosa, un euro y quince céntimos y una navajita que ponía recuerdo de Donostia.
Deduje que la gente que iba ocupando aquella habitación dejaba esas cosas tan diversas en el cajón de la mesilla para desprenderse de lo que les recordase dicho objeto.
Cuando me fui del hotel, yo también dejé una cosa en ese cajón....
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