
Hace unos días, cuando leía que a Cobre también le gustaban los trenes en respuesta a mi invitación al penúltimo de los memes a los que nos vimos abocados, recordé lo que me han fascinado esos monstruos de hierro toda mi vida.
Puede ser que haya un gen desconocido que haga que si tu abuelo ha sido ferroviario, a ti te encanten los trenes. Al fin y al cabo, está comúnmente aceptado que si uno de tus ancestros ha sido pintor, tú heredes cierto arte pictórico, aunque sea para poner gotelé al cuarto de estar.
El caso es que ya de pequeño me encantaban (como a muchos otros niños; también es verdad) los trenes. Nos íbamos mi abuelo, mi hermano y yo a la Estación del Norte y el abuelo, tan ferroviario como siempre fue y nunca dejó de ser, nos explicaba los entresijos de los cambios de aguja, los sistemas de enganche de los vagones, por qué y cómo andaban los trenes... Pero lo que más me gustaba sin duda era acercarme de la mano de mi abuelo a aquellas locomotoras de vapor, tan majestuosas, tan poderosas, tan bellas. Qué pequeño se podía sentir un niño como yo ante tanto hierro, tanto vapor, tanto carbón. Algún día nos quedábamos hasta que un tren salía hacia Irún o La Coruña o Bilbao y el Jefe de Estación daba el permiso para la salida y la locomotora silbaba y empezaba a sonar esa música acompasada de vapor y humo que ya si que la convertía en una maravilla.
Cuando íbamos a veranear a Beasaín; el pueblo natal de mi madre y donde; por cierto; hay una fábrica de trenes llamada CAF (¡vamos atando cabos ferroviarios!); era tal la excitación que sentía, que era incapaz de dormir en todo el viaje que solía ser de noche y que duraba 10 o 12 horas. Mi hermano y yo nos apuntábamos –y aprendíamos- todos los nombres de todas las estaciones de todos los pueblos por los que pasábamos, parásemos o no. Así, con el acompañamiento de las ruedas sonando rítmicamente en los raíles, sabíamos en todo momento donde estábamos y si llevábamos retraso –también anotábamos los horarios de paso- y si faltaba mucho para el cambio de locomotora en Venta de Baños.
Cuando llegábamos al destino después de tantas horas, se sentía una especie de sensación de jet lag que puede que en aquella época ya existiese, pero que en mi mente infantil –aún no había subido en un avión ni por supuesto había hecho ningún viaje transoceánico- se podría definir como train lag.