
¿Por qué estarán las piedras donde están?. O mejor dicho. ¿Cuánto tiempo llevará en la misma posición una piedra cualquiera que encontramos en el monte?.
Alguna vez he pensado que al recoger una piedra más o menos lisa del suelo (dentro de unas líneas se verá para qué) de la ribera cercana a un rio, he cambiado en parte el orden natural que quizás una explosión volcánica de hace cientos de miles de años colocó sabiamente o al libre albedrío. Llego yo y me encargo de descolocar el planeta y hasta el universo por el tonto capricho de lanzar esa piedra al agua, doblando ligeramente las piernas y dotando al brazo de un movimiento como de látigo para que dicha piedra dé siete, ocho saltos (tchas tchas tchas tchas tchas tchas tchas tchas) y se hunda en el lecho del rio (chof)...
Para los átomos o las bacterias o hasta para cualquier minúsculo insecto o rudimentaria forma animal que viva tranquilamente en la piedra, será una hecatombe. Un diluvio universal de golpe. Una inundación tan momentánea como total. La madre de todas las aguas jamás sospechadas por tan pequeñas (y un poco bobas) criaturas.
Una vez sopesado esto, cojo otra piedra sin importarme ya ninguna forma de vida ni terrenal ni marciana e intento batir mi propio record de ocho saltos (chof)… Demasiado gorda; no ha dado ni un salto la pobre piedra. (El record mundial sigue en pie: 8 tchas)
Aún así es mucho peor (hablando de Marte) enviar allí una nave espacial; que un artilugio “amartice” (o como se conjugue este verbo si es que existe) en el planeta y nada más llegar (yanquis tenían que ser) se dedique a descolocar y a desbaratar y a recoger y a tropezarse y a engancharse y a tirar para atrás otra vez y a dejar huellas y a hacer fotos y vídeos y a violar a unos pedruscos que esos si que llevaban “toda la vida” quietos.